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Sobre piedras, nubes y fantasmas

Por: Alberto Pacheco Benites

 

«En el corazón de la piedra reside el dibujo espléndido que proclama

y que como la forma de las nubes (…) no representan nada»

Roger Caillois – Piedras y otros textos

Estamos ante un artista que caza fantasmas. Lo viene haciendo a lo largo de su obra: el fantasma del sujeto/rostro en la imagen, el de huérfanas en su búsqueda errática, el del cuerpo mutilado desde el cielo (en lo que podría ser la caza del fantasma del propio cielo, que cae vertiginoso).

Ha (per)seguido también el fantasma de su padre real (que era fantasma para sí mismo, sumido en los pasadizos de su confusión) y, posteriormente, el del padre elegido (que partió súbito, abriendo la reflexión sobre lo que es partir). Incluso, ha cazado a los fantasmas que aterran a la norma, a los que ésta también caza pero –antípoda del fotógrafo– para hacerlos desaparecer del todo o, lo que es aún peor, para invisibilizarlos echándolos a la celda de lo «marginal».

De modo que nos hallamos ante la nueva serie de un cazador de fantasmas que, fiel a su búsqueda, expone otro cariz fantasmal. Es sólo que esta vez ya no va tras del fantasma que ha partido, ni tras del fantasma que se queda sin partir. Tampoco explora los territorios que estos parecen ocupar. En esta ocasión –y con el fantasma de su propia partida del Perú a cuestas– Cristias Rosas abre otro intersticio, otro territorio liminar que aparece como portal, como puerta vaivén, para explorar una articulación de fantasmas más móvil y más múltiple.

De un lado, el fantasma de lo que implica el partir (el irse) muta la mirada del lugar desde el cual se parte (lo que se deja). De otro lado, el fantasma de eso que ha sido dejado se asoma sobre aquel que parte (el que se va). Finalmente, en el lugar desde el cual se parte, aparecen los fantasmas de todo lo que ha desaparecido aún mucho antes (lo que se fue) pero que se revelan protagónicos a razón de que se va a partir. Y es aquí donde reside la ya aludida mutación de la mirada. Esta nueva serie, pues, supone una exploración que cabalga esa cornisa de fantasmas y partidas, que mira y nos invita a perseguir el fantasma de la nube (que pasa) en la piedra (que se queda). Nos invita, finalmente, a explorar cuánto de la piedrarumi») deviene nubephuyu») y viceversa, a razón del tiempo y de todo lo que se va.

(Ex)poner lo múltiple: Devenir-piedra y Devenir-nube

La partida interpela y moviliza, hace devenir. La partida entendida no sólo como dejar un lugar e irse, sino también como dejar un tiempo y pasar. Irse y pasar como formas de partir; ausencia y pasado, como formas en las que los fantasmas interpelan. Es en este sentido que Cristias propone las figuras de la piedra y de la nube para dar pie a la multiplicidad de lo que se va, así como los ecos de los que han partido. No se trata de una dualidad o de opuestos binarios, sino de los puntos sobre los que se desarrolla un continuum y sus matices.

Así, esta serie bien parece revelar un devenir-nube en su interacción con un devenir-piedra. Lo primero como la fuerza de irse hasta ser ausente, transformando todo lo que se deja; lo segundo como la fuerza de lo que queda, atestiguando todo lo que ha partido, afectándose por todo eso que ya no está pero que (aún) lo constituye. Y es que, mientras no hay dos cielos iguales porque nunca pasará la misma nube, todo lo contrario ocurre con la piedra, que es testimonio contra el paso del tiempo. Bien decía Barthes que «la piedra no es la vida ni la muerte, es la inercia, la terquedad de la cosa por no ser más que ella misma»[1]. Y así, irse, como la nube; quedarse, como la piedra. Se funden ambos sentidos, con todos los matices que despliega esa danza de ambos devenires, que se permean mutuamente.

Para ello en esta serie la doble –múltiple– exposición constituye la herramienta que permite abrir la puerta vaivén, el portal, donde se encontrarán ambos devenires. Es el catalizador de la multiplicidad de ese intercambio entre el devenir-nube que remite a las partidas y el devenir-piedra que resuena en el quedarse.

Al respecto habría que recordar, con Deleuze y Guattari, que lo múltiple constituye algo que debe ser hecho no añadiendo una dimensión superior, sino a fuerza de la sobriedad[2]. Y así ocurre aquí. Esta múltiple exposición no aparece como un recurso enrevesado o como una profundidad impuesta a quien enfrenta las imágenes. Por el contrario, casi susurra una serie de preguntas respecto a lo que ha quedado de quienes estuvieron ahí, a su relación con su entorno y a su relación con quienes acusamos esa ausencia, que nos interpela. Preguntas que remiten a otras, en torno a qué significa propiamente la ausencia, qué significa el haberse ido y cómo aparecen ciertos rasgos en aquello que se deja, pero precisamente porque se le mira cerca de partir. Es ese entrecruzamiento, esa superposición de imágenes como recurso del artista, el que abre tales posibilidades múltiples. Tal concepción de la exposición funde, combina, permea lo que reposa a ambos lados del portal o la puerta vaivén.

El desplazamiento por la partida

Hay, pues, una lógica de retorno que asalta con las partidas. Un movimiento que conduce a repensar, a revisitar y hacer una re-visión (un volver a ver) de algo que se asoma precisamente porque uno se va. Así, los viajes y las partidas en sí mismos funcionan como una puerta vaivén o un portal, en el que se encuentran aquello que está por venir con aquellos territorios que aparecen en lo que se deja.

Realizadas ad portas de su partida del Perú, estas imágenes parecen dar cuenta de cómo esas derivas interpelan al artista. Si bien sus series anteriores lo han llevado por diversos rincones de su país y de otros continentes, su territorio fue siempre el de un limbo inubicable, ya sea fantasmal o con respecto a las dinámicas «normales» de la sociedad actual. En sus imágenes, la geografía había sido más bien alegórica. Esta vez, en cambio, el territorio resuena desde un lugar reconocible: el ande peruano. Esto, ya sea que se trate de las huellas de lo incaico en Cusco, de la naturaleza de Obrajillo o de las alturas de la puna de Huayllay, lugar del «frío transparente» y del «silencio grande», por describirlo con Arguedas[3].

De modo que Cristias se aleja del limbo irreconocible como lugar desde donde enuncia (y se anuncia) la mirada. Se desplaza hacia lo andino, identificable en cada imagen e incluso en la elección de la lengua del título de la serie, un viraje que realiza sin el exotismo en el que suelen caer quienes se aproximan a tales orillas. Sin una mirada reificante, de lamento o «de postal», y sin endilgarse un afán representacionista, ese giro le sirve a él para desplegar las multiplicidades del paso del tiempo y de las partidas.

Así, el agua en cuyo flujo la roca deviene montaña, la vegetación que se (con)funde con algún pueblo, las piedras –obradas o no– que se disuelven en cielo y las nubes que traspasan los portales incaicos y se cuelan por las grietas de los muros, todos dan cuenta de los devenires que suponen el partir y el tiempo.

Todos sus portales y escenarios son esa puerta vaivén en la que dialoga y se vincula el devenir-piedra (que siempre aguarda) con el devenir-nube (que siempre pasa). La lente y el trabajo fotográfico los aúnan en un flujo indiscernible en el que, mientras la nube es consciencia del tránsito, la piedra es evidencia de su propia permanencia. A esto último refiere Caillois, cuando afirma que aquellas piedras que no han recibido acción humana a lo largo de su historia y que quedan expuestas a la intemperie y al tiempo, «sólo dan testimonio de sí mismas»[4]. De allí que se abra la pregunta respecto a si la presencia remite a aquello que le resiste al tiempo, dejando huella de su existencia; o si es el tiempo (el pasar que se hace pasado) lo que sirve como testimonio de que estamos siendo, de que algo estuvo. Como señala Deleuze, en la reflexión que desarrolla respecto a la imagen y el tiempo,  el presente es siempre actual y siempre reemplazado por otro presente, «tiene que pasar al mismo tiempo que está presente». De allí que el pasado «no sucede al presente que él ya no es, [sino que] coexiste con el presente que él ha sido». Así, «el tiempo se desdobla a cada instante en presente y pasado, presente que pasa y pasado que se conserva»[5].

Lo humano y la naturaleza, desde el tiempo

A partir de ello, además, esta serie nos propone una mirada de la naturaleza en relación con la actividad humana, que aparece a través de los fantasmas que hablan desde los vestigios de sus obras. Y es que las imágenes –máxime por la exposición múltiple– ponen en evidencia la dilución de esta actividad en su entorno. Así nos resuena, hoy con más fuerza que nunca, cuán distante y distinto resulta aquel hacer humano que Cristias presenta fantasmal, con respecto al extractivismo que la modernidad occidental levantó. Ese que despojó a la naturaleza de toda su dimensión viviente para convertirla en cosa, en «recurso natural» sometido a las voluntades de su técnica, que la transforma, la conquista o la explota.

Como señala Luis Villoro, es el hombre como «mano» (propio de la modernidad) el que se otorga la potestad de manipular ese objeto del cual él es el sujeto por excelencia, reemplazando al hombre como ojo, que observaba la naturaleza y que era propio del renacimiento[6]. Ambos, claro, distando aún mucho más del hombre de la Abya Yala o de la Pachamama, que tenía una relación diferente con la tierra y el entorno. Nuevamente, el eje del ande nos resuena, desde su concepción diferente de la naturaleza y de la tierra, pero también desde su concepción diferente del tiempo, alejado del reduccionismo lineal de pasado-presente-futuro como reflejo de una versión del progreso que hoy se cae a pedazos.

Pero lo cierto es que la relación entre la acción humana y (su lucha contra) el paso del tiempo resuena con amplitudes que se extienden mucho más allá y mucho antes. Desde las antiguas huellas de nuestra humanidad, en cuevas de Indonesia (de hace más de 45mil años), pasando por Chauvet en Francia o Piquimachay en el Perú, hasta la monumental y voluntaria lucha del hombre contra su desaparición. Es todo ello a lo que se apela cuando se trata de entender la relación entre el pasado y las huellas de la actividad humana. Cabe pensar, sino, en Shih Huang Ti, el emperador al que Borges recuerda por haber decidido borrar el pasado de su cultura, quemando todos los libros para hacer que la historia empiece con él. Eso, al tiempo de ser quien construyera la estructura de piedra más grande de la tierra[7]. Qué muestra más clara de esa dinámica entre el pasado, el tiempo y las tensiones de lo que es pasar, irse y desaparecer en los pasadizos del pasado o de la ausencia. Qué más claro que esa humanidad que quiere dejar «en piedra» la huella de su presencia.

Y lo que Cristias logra con esta muestra es congregar, en el mismo portal, el flujo de las partidas, del tiempo, de los fantasmas de los que pasaron. Abrirle las interrogantes a los lugares familiares, pero también todos estos nodos que conectan con aquello. Quizá si la foto –con Barthes– refiere al «esto ha sido» respecto a su objeto, esta serie consigue que ese objeto sea a su vez una frontera de paso, en la que se funde el «estar siendo» como un fantasma del «fue».

De allí que Rumi Phuyu se convierta en portal, en vaivén, en encuentro, entre una interrogación al tiempo y a la ausencia (el pasado, el pasar, el partir) y una relación con la naturaleza, entre un irse y preguntarse qué se deja, re-visionando al ande y lo que éste delata. Lleva, así, al plano concreto de la imagen, aquella noción que Benjamin proponía para una mirada de la historia en relación a la «imagen dialéctica», como aquello que amalgama un pasado acumulado que sólo aparece legible por un presente particular[8]. Se trata de una exploración que nos recuerda, como indica Breton, que las piedras (y sobre todo las más duras) continúan hablándoles a quienes quieran oírlas, con un lenguaje hecho a la medida de cada cual pues «a través de lo que sabe, le enseñan lo que aspira a saber»[9].

Rennes, noviembre de 2021.

[1] Roland Barthes «De la joya a la bisutería» [1961], en: Acta poética, N°24 (2003), p. 63-70

[2] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil Mesetas (Valencia: Pre-Textos, 2010), p.12

[3] José María Arguedas, «Se muda el sol» y Yawar Fiesta, en: Obras Completas. Tomo II (Lima: Editorial Horizonte, 1983), p. 56 y 78

[4] Roger Caillois, Piedras (Madrid: Siruela, 2011), p. 23

[5] Gilles Deleuze, La Imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2 (Barcelona, Paidós, 1987), p. 110-114.

[6] Luis Villoro, El pensamiento moderno (2da ed.) (México DF: FCE, 2010), p.113-123

[7] Jorge Luis Borges, «La muralla y los libros», en: Nueva antología personal (Buenos Aires: Bruguera, 1980), p. 239-242

[8] Walter Benjamin, Libro de pasajes (Madrid: Akal, 2005), p. 466

[9] André Breton, «Lengua en las piedras», en: Magia cotidiana (2da. Ed.) (Madrid: Fundamentos, 1989), p.144

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