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El devenir fotográfico

Por: Cristias Rosas

Extraído del ensayo: “Epidemias, alianzas y desiertos: El teatro de lo espectral”

Nada deviene a nada, sin una fascinación por la multiplicidad. El acto de crear fotografías se consolida como un virus que enferma al fotógrafo, transmitíendole la ambición por agenciarse ciertas superficies ante el lente de la cámara, plataformas que lo conectan con encantamientos y obsesiones que corresponden al talante codicioso e
imperial del arte fotográfico. Las fotografías, millones de ellas, son expandidas como por estornudos provenientes de la manada de fotógrafos, quienes parecen pretender apoderarse de todo lo que los rodea, democratizar las experiencias, imponer la sutil agresión-violación que implica el uso de la cámara sobre alguien, involucrarnos a todos en las ineludibles metáforas sexuales en torno al uso de la cámara (“cargar, “apuntar”, “disparar”), acercarnos a los límites de lo perverso y traspasarlo, a la sobredosis de nostalgia por el pasado y que de ello brote el debatible enunciado sobre si las fotos con el paso del tiempo se elevan solas a una categoría artística. Además surge, a la manera de un entomólogo obseso, un afán por múltiples colecciones: coleccionar el mundo, coleccionar imágenes anónimas de lo deseable como estímulo masturbatorio, coleccionar el matadero de la historia, coleccionar el tiempo y el espacio al mismo tiempo, incitar solo con una superficie todo lo que hay de real detrás de la apariencia, persuadirnos de que el mundo está más disponible de lo que en realidad está, afectar nuestra sensibilidad ética, despertar horrores, escándalos, revelaciones y ternura, la compulsión casi pornográfica del planeta por “acabar” en una fotografía, en un rizoma de dimensiones y velocidades que oscilan entre la baja y la alta obturación. Sontag cita de Mallermé: “en el mundo todo existe para culminar en un libro” y agrega, “hoy todo existe para culminar en una fotografía”.

La fascinación que se desborda por esta masa informe de intensidades, permite la infiltración y poblamiento de su plataforma, incitando tanto producción como seducción. El afecto de los fotógrafos por estas superficies que causan algún tipo de impresión en él, es lo que generan que las potencias que posee, se hagan efectivos ante lo que lo rodea. Es la alianza cruda con este afecto, lo que hace que la acción de
fotografiar dé paso a la transformación a fotógrafo.

No se es fotógrafo porque se ha generado un lazo emocional, incluso familiar con el ambiente en el que deambula. El fotógrafo debe contagiarse de ese espacio, como la mordedura de un vampiro que transmite en ella todas las alianzas necesarias para
devenir en él. La diferencia con una filiación, que supondría un enlazamiento por medio de lugares comunes, es que el contagio pone en juego elementos completamente heterogéneos con combinaciones que van en contra de lo natural, que en vez de ir con ello, de unírsele y parecérsele, van a contra-natura y en ese trayecto inverso crea “entres”, es decir conexiones impredecibles entre seres y/o objetos que
poco o nada ostentan en común, términos de aquí y allá, diferentes, pero dispuestos a una constante simbiosis. Es en esos intersticios que se producen mutaciones que no serían posibles en un estado de familiaridad, que al no sugerir ninguna transformación, al dar todo por sentado, carecen de potencias y es precisamente la potencia, el impulso-velocidad, lo que genera una manada. Una horda de este tipo, que muy poco puede ostentar en común salvo la misma enfermedad del acto de fotografiar.

Baudrillard llamaría a este estado una “catástrofe afortunada”, las metamorfosis incesantes de una idea a otra, un “morphing”, un viraje de “fade” en “fade”, de momentos, colores, grises, geometrías etc. todas apuntando al azar del que todo se despunta, la flecha que surge de la escena y viene a clavarse en uno, el punctum de Barthes. Algo que se metamorfosea hacia algo que al ser procesado por los espectadores, se disparará en un suceso impactante: lo humano en lo inhumano y viceversa.

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