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Picnolepsia

La picnolepsia de los de la ultratumba y el protagonismo de lo imperceptible

“Los sentidos permanecen despiertos pero no reciben las impresiones del exterior. Puesto que el retorno es tan inmediato como la partida, la palabra y el gesto detenidos reanudan allí donde fueran interrumpidos. El tiempo consciente se suelda automáticamente formando una continuidad sin cortes aparentes”.[1]

La picnolepsia involucra existir en lo imperceptible, en las ausencias, en el vacío, pero por periodos cortos de tiempo. El más allá es el estado del teléfono mal colgado, del que los espectros escapan solo en esas brevísimas apariciones, en las que trazan una oposición diametral con el discurso picnoléptico: para lo fantasmal el tiempo en el vacío es el que ocupa la mayoría de su existencia contra lo efímero del tiempo en acción efectiva. Opuesto a lo que le ocurre con los personajes de la realidad, es el tiempo de sueño el que se extiende en un casi crónico estado de ausencia.

En el periodo de la ausencia no sucede nada, la imperceptibilidad es absoluta pues es el vacío total y es desde allí de donde se arrastran, yendo y viniendo de la desconexión a la conectividad con lo real, como un muerto que revive por unos segundos y luego regresa a la nada. Esta fugacidad los hace valiosos y les brinda una jerarquía crucial por encima de todo lo habitual, quizá destronando las pequeñas cosas de la vida, los momentos que tanto se esmeraron en captar fotógrafos como Stephen Shore o William Eggleston: las cotidianidades, lo común, todo lo ordinario que se hace contemplativo gracias a un orden rítmico, que rodea a la existencia doméstica. La superioridad estética de los espectros relega todo por unos instantes, se impone lo efímero sobre lo que puede contemplarse hasta el hartazgo.

 “El fotógrafo circula entre las cosas corrientes para luego ampliar su radio de acción y convertirse en turista de lo extraordinario.”[2]

El mundo se torna, ante la mirada fotográfica, en una ilusión del mismo, ilusión que se quedará plasmada e impresa por las ganas del teatro mundial de deslumbrarse ante sus reflejos y urgencias, por atesorar sus dobles, sus otros deformados en el ámbito de la ilusión fotográfica. Este espejismo ofrece más sensación que información, el opuesto a la apátheia, pues son las pasiones las que acaban dominando. Es ese talante inmortalizador de lo fotográfico, apoyado por un determinado desborde pasional, lo que permite determinar aquello digno de perdurar y por lo general, tiende a consagrar lo producido en el cruce fugaz de los espectros con lo real.

La picnolepsia fantasmal constata un trocamiento de la realidad por un estado de ausencias casi constante, interrumpido solamente por los momentáneos lapsos en los que el espectro hace acto de presencia en lo real. Entretanto la versión de los espectros en lo picnoléptico, ofrece el seductivo desconcierto del vacío, alterándolo solo en raudas apariciones dentro del largo letargo.

Ante un ausentismo así el protagonismo del espectro en lo real, estaría forzado por la misma realidad a ubicarse en el “backstage”, al otro lado del espejo y eternamente en el exterior, no como meros reflejos, sino como una duplicación misteriosa y deformada. Así, todos culminan en la interacción producida por la seducción, los actantes juegan y las trampas están dispuestas para que caigan los interpretadores y racionalizadores con sus discursos de los sentidos, las explicaciones vanas de un fenómeno que no termina en la atracción de los cuerpos carnosos por los fantasmales, impacta también ante la transformación de algo que parece a todas luces indivisible: el cuerpo material.

“Sugerir es crear, interpretar es destruir”[3]

La indivisibilidad del cuerpo es el sustento de los escépticos en su negación de la cultura espectral. Las reticencias y resistencias a lo que yace tras bambalinas no son dirigidas propiamente al espectro en sí, sino a su transformación o incluso, a su posible activación, expresada meramente en términos de la validez de su discurso. La consigna es no dejarlo asumir un rol más protagónico del que le corresponda. Esta mera posibilidad termina posicionándolos como un peso más en la carga seductiva de todo lo que rodea a lo espectral. Los vuelos de Virilio ilustran a un personaje de lo real, conocido como dormilón, es como se le designa a un cierto tipo de espía, que cumple el rol de asentarse en un entorno social enemigo, trabajar, casarse, convivir, hasta el día que su misión sea encomendada. La invisibilidad ganada en su mimetización, labrada con el paso del tiempo, se tornará en la ventaja que le facilitará llevar a cabo sus metas. Mantener la invisibilidad mientras se deba y volar al vacío de inmediato una vez hecha la aparición. Es una transición a lo afaníptero,[4] esto que los dormilones y los espectros conjuran cada cual en su respectivo acto.

Las pugnas por validar el entorno que soporta a lo espectral, reclaman por una parte la activación de su dormilón y por otra, la desestimación de su sola existencia. Se inflama el debate argumentativo entre escépticos y creyentes, (dispositivos ambos del mismo juego) y en medio de esta lucha de sentidos e interpretaciones, la seducción por supuesto, le saca la vuelta a todo el conflicto. La seducción de todo lo que concierne a lo espectral atestigua esta disputa, a estas alturas absurda, como un excelente nutriente de su propia existencia.

Lo real es así víctima de una paradoja que se produce en su propia urgencia por uniformizar todo lo que le rodea, de etiquetar su mundo y subdivisiones. Se olvida de asumir lo poco indelebles que esas mismas etiquetas pueden llegar a ser, cuando son puestas frente a todas esas metamorfosis inevitables presentes en su naturaleza. La uniformización en lo urbano torna invisible a los intérpretes del teatro de las calles, los hace ordinarios, pasajeros en tránsito que van y vienen desde y hacia rumbos desconocidos, en un constante devenir imperceptible. Capitanes Ahab por doquier, que se hunden complacidos de ser rémoras de una fuerza móvil mayor que los sumerge y saca a flote, pasando por lo imperceptible y lo impredecible. El espectro es ser divisorio, fragmentos de un cuerpo que ahora por su naturaleza se hace más visible que lo carnoso, destacando ante la vista de todos a pesar de su materialidad vaporosa, de su incapacidad de solidificarse. No se detiene, por lo tanto no ha muerto, es menos invisible al ser escurridizo a las fuerzas que pugnan por uniformizar el mundo entero. Su movilidad se mantiene vigente en tanto preserve la sorpresa de ser un accidente del más allá, un brote súbito que pasma lo que lo rodea, aturdiendo y confundiendo las racionalizaciones existenciales del planeta.

“Así, el ser interactivo no ha nacido de una forma nueva del intercambio, sino de una desaparición de lo social y de la alteridad. Es el otro de después de la muerte del Otro, y que ya no es en absoluto el mismo. Es el otro que resulta de la de-negación del Otro”.[5]

[1] VIRILIO, Paul. La estética de la desaparición. Barcelona. Anagrama, 1988. p. 7.

[2] VIRILIO, Paul. La estética de la desaparición. Barcelona. Anagrama, 1988. p. 52

[3] Frase referida del fotógrafo francés Robert Doisneau.

[4] Aphanés: invisible; y pterón: ala. (La estética de la desaparición)

[5] BAUDRILLARD, Jean. La transparencia del mal. Barcelona. Anagrama, 1991. p. 136

 

 

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